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Cuando se miró sus manos ensangrentadas sintió un profundo asco.
No era asco por lo que había hecho, no. Tampoco era asco hacia él mismo.
Era asco simple. Asco por la sangre… y no tanto por la sangre sino por la suciedad que era la sangre en sus manos.
Se sacudió y refregó los dedos hasta la violencia, pero el tono carmesí estaba como impregnado.
Su camisa comenzó a enfriarse en la humedad. Ese líquido ajeno había arruinado una de sus prendas favoritas.
Sintió arcadas, pero al final no lo fueron. Después sintió sueño, pero no lo era tampoco. Suspiró, y mientras suspiraba cayó en cuenta de su respiración agitada. Caminó dos pasos antes de decidir qué hacer. Arcadas o sueño… Hizo lo que cualquiera entre el sueño y las arcadas: Siguió camino hasta el baño.
Con recuperada calma atravesó la desordenada sala. Esquivó restos de cristal de la vajilla que supo estar en la mesa. Corrió una silla maltratada que yacía en el suelo. Y pegó un poco grácil saltito por sobre el cadáver aun tibio de su tío.
Prendió la luz del baño y manchó la tecla al hacerlo.
Abrió la canilla y se enjuagó las manos.
Se enjuagó la cara.
Enjuagó la canilla.
Se refrescó la nuca y suspiró otra vez. Cuando se encontró con él mismo en el espejo ya era un hombre profundamente sereno.
Abandonó el baño sin apagar la luz, ignoró el desorden de la sala, se sacó la camisa, y se acomodó sus cabellos con la mano izquierda.
Un sonido hosco y penoso resonó en el silencio. Su tío abrazaba con sus manos al cuchillo que llevaba acomodado en el estómago. Al compás de su respiración en retirada le brotaban estertores de tos y sangre de la boca.
Lo miró y lo miró agonizar.
Suspiró una vez más.
“Hijo de puta….me arruinaste una buena camisa”
Se sentó en el umbral de la puerta de calle y le dieron ganas de fumar.
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