viernes, 26 de diciembre de 2008

Desorden

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(A revisar...
por ser culpable de salirse en esta madrugada insomne)


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Cuando se miró sus manos ensangrentadas sintió un profundo asco.

No era asco por lo que había hecho, no. Tampoco era asco hacia él mismo.

Era asco simple. Asco por la sangre… y no tanto por la sangre sino por la suciedad que era la sangre en sus manos.

Se sacudió y refregó los dedos hasta la violencia, pero el tono carmesí estaba como impregnado.

Su camisa comenzó a enfriarse en la humedad. Ese líquido ajeno había arruinado una de sus prendas favoritas.

Sintió arcadas, pero al final no lo fueron. Después sintió sueño, pero no lo era tampoco. Suspiró, y mientras suspiraba cayó en cuenta de su respiración agitada. Caminó dos pasos antes de decidir qué hacer. Arcadas o sueño… Hizo lo que cualquiera entre el sueño y las arcadas: Siguió camino hasta el baño.

Con recuperada calma atravesó la desordenada sala. Esquivó restos de cristal de la vajilla que supo estar en la mesa. Corrió una silla maltratada que yacía en el suelo. Y pegó un poco grácil saltito por sobre el cadáver aun tibio de su tío.

Prendió la luz del baño y manchó la tecla al hacerlo.
Abrió la canilla y se enjuagó las manos.
Se enjuagó la cara.
Enjuagó la canilla.
Se refrescó la nuca y suspiró otra vez. Cuando se encontró con él mismo en el espejo ya era un hombre profundamente sereno.

Abandonó el baño sin apagar la luz, ignoró el desorden de la sala, se sacó la camisa, y se acomodó sus cabellos con la mano izquierda.

Un sonido hosco y penoso resonó en el silencio. Su tío abrazaba con sus manos al cuchillo que llevaba acomodado en el estómago. Al compás de su respiración en retirada le brotaban estertores de tos y sangre de la boca.

Lo miró y lo miró agonizar.

Suspiró una vez más.

Hijo de puta….me arruinaste una buena camisa

Se sentó en el umbral de la puerta de calle y le dieron ganas de fumar.


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lunes, 15 de diciembre de 2008

Se complica llegar a fin de año...

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El Burguesito: Es un despelote llegar a fin de año... (mira al cielo... -al techo de la oficina, bah!-) ¿¡Por qué esto es tan difícil, señor?!?!?

Yo: (contestando una supuesta plegaria) Porque "esto" no es más que un forúnculo que le salió al año... algo que sobra entre "las vacaciones" y el "resto del año"...


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Creo que dejé DEMASIADO CLARA mi posición...

...demasiado clara para que la sepa mi jefe...

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miércoles, 10 de diciembre de 2008

Seguir

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Apuesto al Quijote aunque ande rengo
Iván Noble


Cada uno tiene un error favorito a elección.
El mío puede ser tan errado que no pueda elegirlo sin tropezar
¿Sabés qué? Puede ser que sea esa mi forma de volar
Cada imagen que vi... ¿Has visto el alma caer hasta hacerte llorar?
Darle una mano para levantarse es mi estado acostumbrado.
Sentir el sol. Limpiar el dolor.


Si la piel no alcanza, te daré mi sangre.
Te daré la ilusión de los 12.
El dolor de los 15. La desesperación de los 17. El esfuerzo de los 20.
Y lo que me quede de los 6 u 8 para soñar.
Todo para lograr que lo que venga seá la cúspide.
Y después tal vez la vida solo sea un cálido fulgor.

Poner en un paquete mi estileto, porque mejor guardarse el filo de tanto en tanto.
Conducir hasta chocar, y estar bien. Lo haré otra vez.
Sabés que nunca me rendiré
Esa es mi promesa.
Es un retorcido código de honor.
Estar solo, estar junto a mí
Y volver a tratar
Darle vuelta a la esquina, llegar al otro lado del callejón sin salida.
Y convertirme en ese animal que te llevo a la luna
y solo se detuvo cuando quisiste dormir en aquel hotel

Y si no te alcanza,
si la tristeza te puede ganar…
Y si no me alcanza,
lo volveré a intentar.

Es una pelea, bien lejos de ti. De todos, de nadie, de pocos.
Poner un golpe con gracia en cada lugar que pise.
Y ser grande, y pequeño, casi gigante.
Y escuchar que no todo es un error, que los sonidos se equivocan.

Y si no alcanza
puedo volver a intentar.
Si aún no alcanza
la próxima vez lo haré aún más.
Y más, más aún: haré de esta una próxima vez.

Y si no alcanza
puedo volver a intentar.
Si no alcanza
aún puede estallar.

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Escrito allá por Junio del 2007, quién sabe a cuento de qué.
Seguramente a cuento... de mí.
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miércoles, 3 de diciembre de 2008

Una especie en el bosque

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Su cuerpo rodaba violentamente barranca abajo. Furiosos golpes se repartían entre la tierra, las hojas, los arbustos y el desorden de sus propios brazos y piernas en la frenética caída. Dos o tres árboles y rocas lograron destacarse en el caos de vértigo y dolor.
El final fue como un descomunal espasmo. Súbito y doloroso. Mucho más de lo que el hombre sentía, confundida su piel herida por la recorrida realizada.

Lentamente entreabrió sus ojos. El espacio entre sus párpados era discordante. Su pupila izquierda recibió la luz como un alfiler, el brillo punzaba dolorosamente. Su ojo derecho no supo nada de eso, tal era el baño de tierra y sangre que lo cubría. Intentó acomodar el reflejo del sol sobre los objetos y su percepción aturdida empezó a distinguir aquello que lo rodeaba. La tonalidad bucólica que adquiría el bosque no ayudaba. Como si el peso de su cuerpo se hubiera duplicado, el hombre intentó incorporarse. Sus movimientos eran torpes, lentos… y un martirio en cada intento. Las ramas se agitaron en la bóveda verde que formaban los árboles sobre su cabeza. El miedo reaccionó mejor que su voluntad y casi lo puso de pie. Tan solo era un pájaro que rompió el letargo. El flujo carmesí que corría sobre su cara interrumpía el silencio con su sutil goteo.
Intentó erguirse.
La queja en su espalda lo dobló nuevamente.
Tosió dos veces. Sus pulmones también salpicaron de sangre el suelo.

Como quién sabe la tortura como único camino, dio un par de pasos. Giró su cabeza y su cuello estaba hecho de moretones.
Dio algunos pasos más. Y otros hacia un lado. Y otros hacia otro. Y pisó dos o tres veces su misma huella.
Estaba desorientado. Aturdido. Magullado.
Sus huesos sonaban en cada movimiento.

Pero había algo más. Un ruido ajeno, distante pero cercano; casi oculto, casi exquisito. Tal vez no era un ruido, sino un juego de percepciones. El miedo rompe barreras, y libera sentidos. Para bien o para mal. Y aquí aun es confuso. Pero ahí estaba, y si era un ruido, era una respiración agitada y callada. Y si era solo una sensación, era una presencia intimidante.
Entre cada haz de luz que bajaba espurio desde la copa de los árboles. Entre tanto golpe y herida de su cuerpo. Entre el estupor y la percepción.
En la agonía de sus músculos, en un nuevo movimiento exploró el marco vegetal en el que estaba hundido. Al tiempo que surgía un estremecimiento de frío en su nuca, el hombre vio a un lobo desgreñado y de mirada áspera. Un sudor frío se mezcló con sus heridas sangrantes. El animal lo acechaba, medía sus movimientos, las distancias, y las debilidades. ¿Hace cuánto que estaba allí? ¿Qué estaba esperando? Las preguntas se presentaban y despedían con la cadencia entrecortada de su propia respiración.


Tosió nuevamente.
Esta vez no solo salpicó sangre, sino que también la escupió al sentirla en su garganta. Volvió su atención presurosamente al animal, preocupado porque la convulsión de su pecho le hubiera dado una oportunidad a la fatalidad.

El lobo seguía parado sobre un tronco caído, con la cabeza gacha pero la mirada altiva y ansiosa. No pudo saberlo, no sabía poder, pero el lobo olfateaba el aire, el sudor, la sangre, la suciedad, el miedo.

Tras una cortina de bosque se oyeron algunos ruidos. Inciertos, distantes, incapaces de penetrar la intimidad en la que se encontraban hombre y lobo. Una relación de paciencia y tensión los unía.
El lobo se acercaba y sentía la adrenalina en su mandíbula, golpeaba a dentelladas la piel del hombre. Pero no se movía de aquel tronco caído.
El hombre se escudaba, se escondía, se enmascaraba el miedo. Retrocedía estudiando movimientos y estrategias. Pero apenas mantenía su cuerpo sobre sus pies maltrechos.

El viento se escurrió y cambió el aire. Generó impulsos, tambaleos y desarmó la imagen.
El lobo descendió del tronco caído. Apoyó una y luego otra pata en el suelo y en esos dos pasos avanzó mundos enteros. Cundo su tracto trasero bajó del cadáver vegetal, el hombre buscó instintivamente recuperar la distancia.
El lobo lo siguió con la mirada, lo impelió a detenerse, lo rodeó desde un solo flanco.
Y, en una mueca, se relamió.

Y algo se rompió.

El hombre olvidó sangre, dolor y heridas cuando se percató de una rama fuerte quebrada a pocos trancos de su lugar. Con el infinito ahogo de desatender a su agresor, anduvo con paso cansino y tomó aquel trozo de madera.
Una vez que empuñó la rama, la madera se hizo arma. Y el viento se detuvo, conciente de lo irreversible de la situación. Ya no había más cartas en juego.

Arrebatado de coraje, el hombre volvió su figura hacia el lobo. El trayecto que los separaba tomó otro fulgor. Ahora, más paciencia. Esperar la carrera del cánido, y luego la embestida. Ahora, fuerza. Esperar que el brazo armado reaccione con vigor y certeza cuando el animal salte en su ataque. Ahora…

Ahora…

Ahora la luz había cambiado.

Ahora el viento se había detenido.

Algo se había roto.

Las cartas estaban ahí. El lobo, la distancia, el hombre y su arma. El coraje y la expectativa.

Las cartas estaban ahí… Y un angustioso trago de saliva, tierra y sangre confundió sorpresa con pánico. En parsimoniosa urgencia, los ojos del hombre descubrieron tres siluetas recortada en el follaje. Y luego dos más. Y, si hubiera podido mover algo más que sus ojos, se hubiera percatado de algunos lobos más a sus espaldas.
A decir verdad, el primer sonido contundente de dientes resonó por la retaguardia indefensa. Y ya nada era defendible.
Luego gruñó desde su derecha un lobo grande, enorme.
Luego otro, pero no pudo verlo.
Luego otro. Y otro.
Y luego ya era un coro de dientes que se acercaba al hombre. Imposible saber ahora cual fue aquel “primer lobo”. Inútil también. La relación había cambiado.

El hombre se encontraba desarmado y herido.
Y, para colmo, sostenía una pesada madera que atentaba contra su equilibrio.

La baraja estaba marcada, los jugadores eran demasiados.
Y era un juego para fieras.

Agitaba el tronco en derredor. Buscaba armar un espacio. Y el espacio se resquebrajaba una y otra vez. El desgano de lo fatal lo hizo tropezar. Cayó de espaldas y sus heridas y su boca regaron la sangre.
El alboroto salvaje se abalanzó. Los ojos del hombre se cerraron por reflejo, sus brazos y piernas por instinto, su mente por aturdimiento.

Y todo cesó.

Silencio.

Inmóvil silencio

Y, de a poco, los latidos. Resonando dentro del propio pecho.

Las manos temblando. Y los ojos buscando el valor. Encontrando el coraje para intentar ver.
Primero el derecho, y otra vez pupila e iris teñidos de sanguinolento carmesí.
Luego el izquierdo. Entre la brecha de sus párpados se acomodaron las caninas fauces que babeaban excitación, ladraban frenesí y apenas podían sostenerse a centímetros del hombre.

Pero a centímetros aguardaban.
Gruñidos y relamidas fueron volviéndose apenas un murmullo salvaje. Desesperados hasta querer estallar, los lobos resistían el instinto desatado.

Con su espina echa de hielo, punzando sus intestinos, el hombre se incorporó casi remontando la posibilidad misma.
Un nuevo gruñido sonó demasiado cercano. El hombre trastabilló sobre sus brazos. Y dos segundos después cayó en cuenta que aun estaba con vida.

La jauría indómita retrocedió apenas un breve espacio. Un exceso dentro del aliento rancio de miedo del hombre. Las bestias empujaron sus cuerpos hacia atrás, y en sus gestos se denotaba la violencia que tal acción les provocaba.

Con paso seguro y soberbio se abrió camino entre el hervidero de sus hermanos un lobo gris que brillaba como si su existencia recién comenzara. Firme entre la furia de colmillos enardecidos. Con templanza exasperante para la frágil abstracción del hombre.
Toda la situación sonaba como el choque de metales oxidados. Entre la efervescencia que olía a muerte, ese individuo tan igual y tan distinto al resto de la manada se presentaba como una chispa entre hojas secas. La suciedad que marcaban las heridas del hombre, otra vez, parecía ser una trampa a la provocación. En el colapso del desasosiego, cuando todo se anunciaba como final y ruina una vez más, el aire se hizo viento otra vez. La multitud se movió rauda y rencorosa de la huída, pero obediente al gesto mudo del último lobo.

El viento aumentó su vigor. Los árboles se agitaban en suave condena. Las hojas se arremolinaban en rabiosa locura. El marco perfecto para arrancar cualquier atisbo de reposo en el tiempo. Por el contrario; ahora esa nueva pareja solitaria cortaba las últimas luces del día como el grito del infierno. El lobo acercó lentamente su cabeza al cuerpo del hombre. No gruñía, no dejaba ver sus dientes, no se agitaba excitado. Y ese semblante adusto podía evacuar el valor del más osado como si lo jalaran desde sus tripas. Lo opuesto surgió, tal es la forma macabra de equilibrarse que juega el destino. El hombre retrocedió sobre su sangrante espalda con más movimientos que resultados. Sudaba, sangraba y se ahogaba en el desaliento. Ya los rodeaba un huracán. Los árboles partieron algunos de sus brazos, los pájaros gritaron asustados, y una manada efervescente se oyó embriagada de ira en alguna parte de la tormenta.

Pero nada perturbo a la turbación infinita del hombre.
Nada mojó los ojos del lobo. Ni siquiera la lluvia que se dejaba caer con gotas pesadas y dispersas, que salpicaban golpeando el bosque.

Todo sucedió en un instante.
El lobo detuvo su estocada, un relámpago resplandeció en el caos y el hombre giró bruscamente.
Todo se desató en una chispa.
El lobo decidió el fin de la lección y reanudó su camino pasando casi insolente por el flanco del cuerpo del hombre; un trueno rompió la eternidad, y el hombre cerró su mano sobre aquella rama que se enarboló como arma hereje otra vez.
Chorreando despojos de su vida, descargó la madera sobre la cabeza de aquel que se marchaba, destrozando un ojo de esa soberbia mirada canina. El lobo soltó su primer gruñido, agudo y desgarrador, y cayó dolorido sobre su andar.

La sangre ardía y la conciencia del dolor dejó paso al reflejo. El hombre se levantó y corrió con grandes trancos torpes y pesados. Sus extremidades acusaban peligrosamente las estocadas del día. Sus pies se apoyaban inciertamente hasta que comenzaron a vacilar; su torso perdió completamente el equilibrio. El tropiezo se prolongó unos metros hasta que sus rodillas chocaron, primero entre ellas, y luego con un tronco caído.

La sangre se esparció y mezcló con la lluvia.
Agotado. Acabado.
Casi desfallecido, el hombre levantó su cabeza por sobre el gran tronco caído y vio al lobo herido que había dejado atrás. El animal sangraba, pero no lloraba, no. Llevaba su sufrimiento estoicamente.

Pero el temple ya no era tal. El viento se detuvo nuevamente. La lluvia paso a ser circunstancia.

Con la baraja corrompida, el lobo se perdió sin despedirse.

El hombre tosió, y sintió dejar su vida al hacerlo.
Pero no lo hizo.

Le llevó un segundo reconocer nuevamente esa sensación.
Le llevo uno más reconocer el sonido de respiraciones agitadas que lo rodeaban.

En un intervalo extraño, vislumbró al culpable final de su suerte: ese tronco caído era un viejo conocido. Y otro viejo conocido del hombre y del tronco caído fue el primero en lanzarse a acabar el ocaso.

Luego, ya no hubo orden alguno.





Barranca arriba, el resto del grupo de hombres cazadores solo sentía llover.



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