lunes, 28 de enero de 2008

Un camino -NEGRO- de regreso

Volviendo de Mar del Plata, después de un fin de semana de relax. La mente se despeja con escapadas así. Sin obligaciones mayores que disfrutar los pensamientos solo se concentran en el sonido de las olas rompiendo. No hay mayores reflexiones que las necesarias para elegir la playa del día o el bar de la noche.

¡¡¡UN SERIO PROBLEMA!!!

¿Por qué?
¡¡¡Porque tenés que volver!!!

Agarrás la Ruta 2 y es todo muuuy fácil. ¡Pero en cuanto bajás de la autopista de La Plata – Buenos Aires, viene MAcri y te enquilomba todo con accesos, autopistas, calles, cruces, colectoras y puentes! (Bueno, yo sé que no es que sea tooooooooooda la culpa de Macri. El diseño vial de la Ciudad no lo hizo él. Pero... ¿quién está a cargo ahora?, eeeehhhhh!?!?!) (aparte no olvidemos que lo odio) (y que es Macri).

El caso es que con la cabeza a medio reaccionar, posiblemente porque la natural tendencia al placer la mantiene pensando en playas y no en carteles con indicaciones; me mandé mal cuando quise enganchar la General Paz. Vale decir que los carteles esos verdes puestos en las autopistas no son eficientes. Deberían tener señalizaciones más claras. Vivos colores (leete el verde ese en la noche), con adecuada iluminación. De más está decir que algunos están ubicados a pocos centímetros de los desvíos que indican (y, no es que yo vaya rápido, pero me piden mucho).
También es cierto que en los puestos de peajes (que me están cobrando la libertad de transitar por mi país, pero ese es otro tema) deberían regalar algunas dosis de “Avivol”, sobre todo porque algunos de nosotros tenemos glándulas que producen altos niveles de “Boludina” y así medio que se complica orientarse en el laberinto de la Ciudad de Buenos Aires. Más con la cabeza pensando en Mar del Plata.


En vez de enfilar para el lado de Acceso Norte y arribar a mi conocido Partido de General San Martín (malo conocido); pifié para el lado de Puente la Noria…

Cruzar Puente La Noria es como entrar a unas de esas ciudades desvastadas de ciencia ficción. Calles destruidas, dónde el alumbrado público no brilla ni siquiera por su ausencia, la gente camina como entes vagabundos -y enfermos con alguna peste del futuro, CLARO- rogando que terminen con su miseria. De tanto en tanto se encuentran vehículos destruidos y fogatas de desperdicios. Los edificios parecen agonizar en la oscuridad, y entre sus ventanas rotas se ven moverse sombras de maleantes, asesinos y traficantes de todas las calañas (bueno, de las más livianitas, no). Las bandas de sediciosos proliferan y se expanden en violento accionar, produciendo el caos general y un temor sólido en el aire mismo (y el aire está lleno de polución mezclado con “algún gas raro que te confunde y te va matando”). Para darle más sentido, acompañen la imagen con algún buen tema furioso de AC/DC, Metallica o Velvet Revolver. Pueden usar el archigastado “Welcome to the Jungle” de los Gun´s si quieren.

Me quedé pensando… ¿“archigastado”? ¿Alguien utiliza el prefijo “archi”? Estoy buscando una expresión sustitutiva para la juventud que –en caso de saber leer másomenos- esté leyendo éste Blog, pero temo que “Super” y “Recontra” también expiraron…





Fue un solo acto trabar las puertas del Taunus, subir todas las ventanillas y poner cara de “me mandé por acá a propósito”, o “soy de acá, todo bien”, o “que no se note, pero creo que de acá no salimos vivos”. A la velocidad que me permite avanzar la gente –algo así, bah!- que ocupa la calzada indiscriminadamente y con la seguridad de que es SU calle, busqué rodear la rotonda que me devolvería a la civilización.

Pero no, la Tierra de Nadie tiene sus propias reglas. Una fuerza malvada y sobrenatural –que bien podría ser el pánico- decide quienes abandonan el territorio. Y… como lo abandonan también.

Justo justo al lado de dos extras de una película mezcla de Tumberos y Alien el auto decidió morirse. La batería se dio por vencida. La pesadilla se corporizaba cada vez más y más en la predicción de una horda arrebatada que iba a cernirse sobre el auto. Cachorra me acompañaba con su mejor actitud y repetía una y otra vez “no debo desmayarme, no debo desmayarme”. En ese momento mi cara se transformó en un “arrancá la que te remil parió que no quiero morir acá” mientras bombeaba el acelerador y le daba al encendido frenéticamente. El Taunus, leal como siempre, hizo unos metros más con su última chispa de vida y nos dejó al pié del puente. Creo que fue en ese momento cuando la batería se bajó del motor y salió corriendo desesperada. Cachorra y yo (y el Taunus) nos quedamos con la torturante sensación de que la muerte nos iba a encontrar en bermudas, ojotas y con una estúpida ex sonrisa playera.

Hombre al cabo, me bajé de la protección que pudiera brindarme el recio vehículo –un Taunus no está hecho de lata como los autos de ahora- para levantar el capot y aplicar mis conocimientos de mecánica a la cuestión. Dado que mis estudios de electrónica me daban casi una certeza de que sin batería no había demasiado historia, y que de tanto darle al auto lo dejé más ahogado que la Storni; me dediqué a propinarle golpes a diversas partes del motor. Luego regresé al interior del vehículo y probé el Plan B: llamar a la Grúa. En momentos extremos el tiempo transcurre de formas extrañas. Darle las indicaciones a la central de auxilio de mi ubicación pareció llevarme 10 fechas del campeonato. Y en la tierra sin Ley jugaba de visitante, con lesionados… y la barra brava se había reproducido.


Solo me quedaba defender mi posición hasta que vinieran a remolcarme. No existía posibilidad fáctica alguna de que venciera. No solo me preocupaba la sustracción total de todas las pertenencias; sino también que debía cumplir con mi deber de caballero y proteger a la dama que me acompañaba. Los caballeros sabemos la presión que genera eso, el acotamiento de opciones en pos de la seguridad de una mujer hace que uno se vea prisionero cuando saldría jugándose a puño limpio y coraje en otra situación. Pero ésta vez, claramente la realidad era otra. Y hasta que me rompan el traste a mí fue una perspectiva a tener en consideración.

El instinto de supervivencia es tan primario y básico que acciona con certeza dónde la mente –relajada por la playa y perturbada por lo siniestro- no lo logra. A medianoche, la hora de las brujas; marqué el teléfono celular de unos de mis dos mejores amigos (el otro vive en Córdoba, y el instinto es básico pero no tarado). Con la mitad de la concentración puesta en seguir vigilando mi entorno, puse lo que quedaba de mí en dar frases claves de mi situación: “Tierra de Nadie”, “Se me quedó el auto”, “se ve jodida la cosa”, “no sé cuanto va a tardar la grúa”, “sí, soy un huevón, me mandé para el carajo y terminé acá”, “¡dejá de reírte, gil de estopa!”.

No tengo mucha historia que agregar.

Demoró poco más de 30 minutos en dejar un asado con amigos, conseguir una camioneta, atravesar medio mundo y llegar hasta la nada dónde yo estaba.

Y yo ya me sentí mejor, acompañado; y con renovado coraje. Porque si estoy con mi amigo me la banco mejor.

Y la saludó a Cachorra como si nada pasara. Y nada pasaba.

Y no tuvo un solo gesto de fastidio o molestia por el viaje, el asado abandonado o la corrida a media noche.
Y no esperó expresión alguna de gratitud a cambio.

Y cuando la grúa levantó al Taunus, él saludó con un abrazo y sin más se subió a la camioneta de su amigo y se fueron.

Más tarde me mandó un mensaje para saber si había llegado bien porque quería “quedarse tranquilo”.

Hoy por MSN le dije “gracias” de nuevo.
Es lo menos que podía hacer” contestó.


Así es Cristian.





Desde que teníamos 13 años que es así.






(Igual te debo ese asado)



___________________________

Pd: Igual, me parece que Macri tiene algo de culpa. Él y tantos otros que contribuyen a qué existan lugares como ese. Y no es chiste.

Pd2: Aclaro, para los que no saben, que yo vivo en San Martín, un lugar que está lleno de Villas –villas de las pobres y villas de las jodidas-. Digo, para que no piensen que soy un burguesito que se espanta de cualquier cosa.

Pd3: Si, por una de esas casualidades, hay alguien de la zona de Puente La Noria que se sintió ofendido con algún pasaje del presente relato, sólo puedo decirle “¿Qué se le va a hacer?” (o sea… no es mi culpa que vivas en una zona arrasada por la delincuencia) (debe ser culpa de MAcri)

viernes, 25 de enero de 2008

De pesadillas, mostros... y huevones.

Era yo muy pibe (doce años, ponele) y a mitad de la noche me despierto porque SABÍA que había un MOSTRO al lado de mi cama. El mostro en cuestión tenía la cara tipo Anubis de Stargate (cuerpo de hombre; cabeza de lobo, pero de lobo como en efigie, y muy cabezón) (no sé como explicarlo) (primero lean mitología egipcia, y vean Stargate, al menos para saber de qué hablo) (mirá que me la complican ustedes, eh!!!). El caso es que el mostro éste se para al lado de la cama mientras dormís y te mira y te mira. Y vos sentís una presencia pero no te levantas y seguís con los ojos cerrados -por miedito-, entonces -el muy guacho- te chista y te chista (“chssst, chssst”) (digo, para los no entendidos).


Y cuando juntas coraje y abrís los ojos lo ves en un parpadeo y nada más, y prendés la luz y ya no está, pero estás requeteseguro que estuvo y te dormís mal, con una mezcla de miedo y de ganitas de que aparezca de nuevo para asegurarte que no estás reeee limado -aunque que aparezca de nuevo te va a dar miedo otra vez-.

Bueno. Sepan que eso me pasó en serio.

Pero, para su tranquilidad –y que no anden soñando- sepan que lo que sigue, también me pasó de verdad…

Una vez entreabrí los ojos a mitad de la noche y me asuste porque vi una mano frente a mi cara. Y del susto la agarré, cosa que me asustó aun muuuuucho más porque comprobé que era real y no estaba soñando. Lo que también comprobé después fue que era MI PROPIA MANO… pero no la sentía porque se me había dormido…


Como dice Felipe:

“Justo a mí tenía que tocarme ser como soy”

miércoles, 23 de enero de 2008

Moonlight Serenade












Son las cinco de la mañana y el bajo de Retiro es diminuto. Él esquivó un par de borrachos en la Plaza san Martín, algunos drogados sobre Florida, y algunas melancolías ajenas en las calles menos expuestas. No lleva de la mano a ninguna mujer. No anda rondado por un grupo de amigos descarriados. Ni siquiera camina con el abrazo errante de la embriaguez. Va solo y sólo se mete en un bar.

Poca luz, una densa capa de humo, murmullo y aroma de reunión ajena.
La música es fuerte, pero los ánimos ya han pasado su clímax. La noche quiere despedirse. Al menos él lo siente así.

Las parejas se hacen arrumacos. Las parejas conformadas esa misma noche se hacen aun más arrumacos. Los grupos de amigos ya ríen en la mezcla de sueño, alcohol y camaradería.

Él se siente solo y con la noche acabada. Se acerca a la barra del bar y pide una cerveza negra. Porque las rubias lo suelen maltratar, y las negras solo lo ignoran. Y su hígado es así como un corazón.

El barman le acerca un porrón sin cruzarle palabra. Mientras extiende el dinero para pagarle, Él nota la cara cansada del barman. Y también nota que eso no opaca su sonrisa. Y su anhelo. Y “anhelo” debe llamarse una pelirroja que observa sonriendo y provocando desde una de las mesas al muchacho que atiende la barra. “Pelirrojas”, piensa Él, “Seguramente perdería también en esa”.

El humo del tabaco parece hacerse más denso y tiñe su soledad entre tanta gente. Busca en su bolsillo ser parte. Pero no fuma y sus manos solo encuentran un pequeño reproductor digital.

Como opción no se advierte nada malo. Sobre todo porque no distingue más opciones. No es una noche de opciones. Solo trata de sobrevivir a si mismo hasta el amanecer.

Con su porrón a medio terminar y el peso de la noche sobre su nuca se coloca los auriculares. Antes de encender las melodías lanza una mirada a su alrededor. No descubre novedad alguna: nadie emite opinión sobre su marcada desconexión, a nadie le importa que se ponga los auriculares, a nadie le interesa que explote en mil pedazos, a nadie le importa que en ese mismo momento se convierta en caníbal, budista, bandido o santo. Nadie lo nota, nadie lo busca, nadie lo llama. Su mano derecha aprieta “Play” y su mano izquierda lleva la cerveza hacia su boca y devuelve el porrón con un cuarto del contenido original. La música se hace presente como un mundo nuevo, y el bar es aun más un mundo forastero.

Sus ojos se cierran cuando Glenn Miller entra en escena. El swing termina con el parpadeo. Él abre sus ojos sin sorprenderse por las tonalidades pastel que ahora lo rodean. No hay colores brillantes ni fuertes. Todo se ve en colores pastel. Como el blanco y negro, pero con más vida. Con más suavidad.

El tiempo juega a atrasar unas cuantas décadas. Las muchachas llevan gráciles vestidos y cuidados peinados. Los muchachos oscilan entre caballeros de traje elegante y rufianes en tiradores. Y el barman ahora es un joven camarero con una sonrisa compradora. Y la Pelirroja de generosos escote lo llama de reojo desde una de las mesas sin dejar de ser una dama. Y las parejas y las parejas nuevas bailan en lo que ahora es una pista. Y los grupos de amigos, todos con tiradores de rufián, se debaten en las mesas o se desafían en el billar.
Y Él… Él, definitivamente es un caballero de saco y pantalones color pastel –como todo-. Y cómo la mayoría de los caballeros, también esconde unos tiradores.

El jazz sigue sonando, ya no en sus auriculares, sino en sus oídos y en todo el ambiente. Acodado en la barra sus pies se mueven rítmicamente. De tanto en tanto con sus manos dibuja la melodía. Sonríe y se deja ver. Ya no es un intruso en ese bar. Pero igualmente la noche se acaba. Se coloca su sombrero y le deja unas monedas extras al camarero. Justo cuando la banda hace un alto ella cruza el umbral. La Morocha lo mira tímidamente y Glenn Miller comienza de nuevo. Él deja su sombrero sobre la barra nuevamente y se pone de pie. Mientras ella cuelga su tapado en una esquina de aquel antro de los ´40, Él camina con personalidad de galán hacia ella. Cuando su recorrido se aventura sobre la pista, las trompetas y la batería enloquecen. Él le suelta un guiño a su candidata mientras su cuerpo comienza a moverse. Sus zapatos golpean la madera llevando a sus piernas a dibujar el baile. Sus manos son una invitación a unirse a la fiesta. Una, dos, tres, siete, diez parejas de damas y caballeros y rufianes se alborotan al centro de la escena. La Pelirroja y el Camarero se pierden tras la barra del bar. La Morocha sonríe tímidamente sentada en una mesa en la esquina. Una Rubia cruza el espacio bailando y en un solo de percusión lo toma a Él de la mano. Las trompetas se exaltan y la banda inunda todo de furioso swing. Paso, giros, saltos, ritmo. La Rubia y él son presos del embrujo del jazz de Miller. Un embrujo poderoso que se extiende a todo el salón. La rubia parece extasiada, y Él es parte de la música misma. Rufianes, damas y caballeros festejan y aplauden los movimientos, la química, el regocijo, el sudor y la melodía. El final de la canción deja cuerpos cansados y encendidos. La Rubia lo mira expectante, aun aferrada a sus brazos. El la suelta suave y encantadoramente. La Rubia lo besa, fugaz y feroz. Él devuelve el beso, suave y profundo; y se despide con una sonrisa. Ya no es un intruso, sólo un galán puede dejar a una rubia así en llamas. Vuelve a la barra y de un trago termina su bebida sin saber si busca calmar su sed o darse valor. Se decide por la primer opción. ¿O un galán necesita darse valor?

El jazz ahora es suave, relajado y relajante. Él acomoda su saco, y en un solo movimiento ordena sus cabellos y se coloca el sombrero. Aun lo rondan las miradas de los presentes. Vuelve a la pista, ahora apenas habitada, y aun se siente rey. Cuando transita el centro del territorio encuentra nuevamente la mirada de la Morocha. Un ángel, una dama, una reina. Cada fibra de su ser quiere ir por ella. Pero sus pies giran y lo llevan hacia la salida. Un caballero la acompaña. Le habla y le besa. No importa ya. La morocha ya tiene su rufián. Él es un intruso nuevamente, pero se retira como un galán. Antes de cruzar la puerta vuelve a mirarla y le dispara una sonrisa. Y ella deja escapar una mueca en la comisura de sus labios. Y casi se sonroja.
Sólo un galán puede jactarse de haber hecho sonreír a una mujer durante toda una relación. Será por eso que los galanes no tienen relaciones largas.

Él comienza la marcha mientras despunta el día. Bajo las primeras luces ve al barman y a la Pelirroja abrazados de lujuria. Los ´40 son un eco de su imaginación. La calle Florida es un despojo, la Plaza San Martín ha duplicado y variado sus ebrios; el Bajo de Retiro es inmenso.
Todo huele a cerveza y a tabaco. Huele a ganas de una Morocha soñada. Huele a sueño de una Rubia. Huele a despedida. O al menos así le parece a Él.

“Los galanes siempre son intrusos” se dice mientras se acomoda en el asiento del colectivo.
Y en sus oídos suena Glenn Miller.

viernes, 18 de enero de 2008

Buena sensación

¿Vieron esos días en los que uno tiene esa sensación… como el paracaidistas que viene en caída libre y el paracaídas no se abre y el piso está cada vez más cerca?


Bueno… con respecto a algunas personas me siento así….



Ellos son paracaidistas y yo soy el piso.