martes, 24 de mayo de 2011

Continuidades inmortales

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"Señores, ahora digo que no es sólo tiempo,

sino que no se debe perder una sola hora"

Cornelio Saavedra




















"Acá no hay ningún camino..." dijo el joven.
Casi se le escapó la angustia en palabras
La sed y la confusión. El agotamiento y el miedo.
Y, claro, la frustración. Aquella pequeña luz a la que se había aferrado se hizo sombra.
"...no hay ningún camino..." repitió con los ojos húmedos e hinchados de desasosiego, recorriendo una y otra vez el tupido follaje que le cerraba el paso. Un misterioso dios verde de enmarañadas hojas y terribles sonidos salvajes se presentaba ante él. Le escupía de pánico, le arrancaba la vida inmutable y cínico.

Cayó.
Su esperanza cayó.
Y cayó como el resto de él, golpeándole las rodillas.
Las manos suelen ser el último guerrero de la resistencia. Así, las manos detuvieron el furioso viaje de su cuerpo hacia el suelo.
Su cabeza colgaba entre sus hombros. Goteaba de sudor y de lágrimas.




Un escarabajo se paseó por su flanco izquierdo.




Impune el viaje del insecto, de tan poca osadía que presentaba.
Y el joven tragó más tristeza. Con ese gusto rancio que tiene la muerte cuando se tiene poca paciencia para esperarla y menos valor aun para ir a buscarla.

"Claro que no hay camino" dijo el anciano sentado a metros de él.
Decrépito, casi minúsculo.
Exasperante de paz.

El joven no lo había visto.
Ya nada veía. Hace tiempo que no veía nada. Su mirada agonizaba como la luz que confundía formas en los senderos de la selva.
Y así corría tras la desesperación de hallar algo más que el fin de cada día.
Así, jornada tras jornada, descorazonado y perdido, lejos de cualquier rastro humano.
Y ahora, aguantando lo que quedaba de su alma, con los brazos temblando, no podía ver al anciano.
Tanto como no podía levantar su mirada.
Tanto que pensó que ya deliraba.


El extraño se incorporó. En algún momento sin tiempo de ese instante, el anciano se puso de pie. Su altura no debió variar mucho. Su silueta doblada se debió dibujar aun entre las capas de harapos que vestía. Debió tener ojos pequeños y barba blanca y sucia. Larga y desprolija seguramente.
Tal vez. El joven nunca lo vio. Su mirada ciega seguía el leve péndulo de su cabeza. Mirando sin ver el suelo cercado por el espacio entre sus brazos, con las fuerzas consumidas por el fracaso de la voluntad, apenas sosteniéndose sobre sus palmas y rodillas. Así estaba el hombre, rehén de nadie.

"Claro que no hay camino" repitió con su voz antigua, pero aun fuerte, "¿cómo puede haberlo si nadie pone sus pasos allí?"





El joven se estremeció con un escalofrío que empieza en la cabeza, sacude el pecho y se enoja con las piernas. El tiempo abandonó su siesta y los sonidos volvieron a nombrarse jungla.





Por algún lado, a paso lento, casi sin osadía, el anciano y el escarabajo desaparecieron en el calor de la tarde.