viernes, 17 de mayo de 2013

El verano de los dictadores.



Tengo un problema con la muerte de los genocidas.
No puedo festejarla. No me sale sonreír y decir simplemente que se fue una basura más.

Pienso en una historia de aventuras en el Viejo Oeste de Hollywood. Veo al muchacho, noble e intrépido, enfrentarse a duelo con aquel asesino vestido de negro y con una cicatriz desde la comisura del ojo hasta los labios. Pienso en un duelo de revólveres. Los dos desenfundando como un relámpago. El estrépito de los disparos como si solo fueran uno. La cámara muestra la cara del muchacho: serio, con los ojos exaltados casi hasta la lágrima. Con una mueca de dolor y furia. Luego, el oscuro contrincante: rostro relajado. E incluso sonríe deformando aun más su cicatriz. Claro. Yo sé que en Hollywood se pasa al plano general para darnos un segundo más de vértigo y luego el asesino cambiará la mueca, escupirá sangre, se tocará la herida en el pecho y caerá. Y el muchacho seguirá ahí, sin festejos, sin sonreír. Agotado hasta lo exhausto de la faena de hacer una cabalgata larguísima de algo que busque parecerse a la justicia, montado en apenas una mula de resarcimiento y fuego.
Pienso en esa historia y al malo "le dan su merecido", aunque esto sea una mezcla de emociones y circunstancias de nuestro héroe nomás.
Pienso en esa historia. Y pienso en lo desgastante que es enfrentarse a la maldad y entiendo que no hay héroe que festeje ni la muerte del peor demonio. Por lo agotadora que resulta la empresa. Porque la mano que acciona el gatillo cae presa en ese mismo instante de algo más que una búsqueda de justicia. Y vivir con eso tampoco es fácil.

Me voy del cine que armé en mi cabeza. Porque me incomodó la butaca. Arranqué pensando que me faltaba ese muchacho en la muerte de esta basura; y me voy cuestionando cuánto hay de justicia en pedir que alguien se juegue ese infierno. Lo que estoy seguro es que, al menos, entiendo por qué no da armar una kermese cuando se muere un hijo de puta. 

Entonces, sigo teniendo un problema con la muerte de los genocidas. Aunque ya no son las voces que parecen vivar a la parca. Y tampoco es el sabor a poco de que eso suceda.

Sí, debo ser yo, pero me preocupa la constancia para hacer el bien. Hacer el bien es algo en extremo complicado. En general es más difícil que hacer el mal. En cobres es muchísimo menos provechoso. En amigos... bueno, digamos que uno puede ganarse enemigos más fácilmente (y no solo porque hacer amigos es mucho más complejo). Y, claro, es desgastante. Es un trabajo de todo el tiempo. Solo pensar que a cada paso, a cada segundo, en cada latido, tenemos una oportunidad todo el tiempo en todo momento de hacer algo bien o mal. Y lo que es peor, así son tantas oportunidades para hacer el bien y el mal en si mismos. Y no me alcanza. Pegado al viento frío de la madrugada suele venir el frío que nos da también saber que existe el viento frío. Y no hay abrigo que alcance, porque el "bien y el mal" son dos ideas tan puras como posibles de ponerse en juego según el invierno que nos toque.  Y es tan así, tan todo el tiempo. Y hemos tenido tanto invierno en las veredas y en el alma que la helada nos fue vejando la mirada. Porque si ponemos los ojos en lo que pasa afuera se nos hielan los párpados, cuesta ver. Porque hay gente que se acostumbra a vivir abrazada a la estufa hasta perder la relación entre el calor y el frío. Y así cree que todo el tiempo se ve una especie de veranito. 
Miradas vejadas, oportunidades que se suceden unas tras otras para hacer las cosas distintas.
Y se muere un genocida y me preocupa la constancia para hacer el bien. 

Creo que mi problema son los símbolos. Cuando voy por la montaña a veces me pasa buscar mis propias huellas en la nieve cuando voy ascendiendo. Veo el camino que llevo recorrido y veo el trecho que aun me quedará a la vuelta si quiero volver a casa para poder contarlo. Así, mis pisadas son un símbolo para mí, que se paran frente al cansancio alzando la voluntad. 
¿Qué pasa si me preocupa perder así a un símbolo como Videla? Cada pedazo de mierda que respira nuestro mismo aire nos sirve como recordatorio de que es un trabajo de todos y de todos los días de nuestra vida. Cada asesino de nuestra historia mantiene viva la memoria, herramienta fundamental del aprendizaje. Yo pensaba cuántos de estos ancianos miserables significan un símbolo de que hay algo que todavía está lastimando. No es solo la herida de lo que hicieron. Es la herida sangrante que tiene hoy la justicia, es la necesidad de tomar parte para hacer lo que nos corresponde para "el bien". Para el de todos.

Así, un dictador es un símbolo. Como lo es que el muchacho, agotado hasta el llanto, se enfrente al oscuro pistolero. Como lo es cada sentencia de justicia. En los estrados y en las calles.

Mi problema no es la muerte de los genocidas. Mi problema son los símbolos.
Y lo que significa que una basura así se pueda ir de la misma forma que se va tu abuelo, no por la muerte, sino por lo que se llevó en la vida y lo que debiera llevarse.

Vuelvo al Viejo Oeste y me imagino que ese muchacho se volvió una leyenda. Que se cuenta la historia de sus aventuras y de su valentía. Y que todos los chicos quieren salir a atrapar a los "malos" para seguir sus pasos. Así aparece el cartel de "fin" y sé que tras la pantalla negra la historia sigue.

Mi problema no es la muerte en si misma. Es que me preocupa la dificultad que conlleva la constancia para hacer el bien. Y que, como la voluntad en las montañas, necesita de símbolos que no nos permitan dejar de caminar.

Pienso en este hijo de puta de Videla, que murió condenado por la gente y por la justicia cien veces, y como si fuera la última sonrisa del asesino de la cicatriz, no se arrepintió nunca de nada. Pienso en eso y también confundo la justicia con las ganas de acariciar el gatillo. Con bronca en los ojos quisiera ser ese muchacho.

Pero no lo soy. O sí. Pero más aun soy un tipo preocupado por la constancia para el bien. Por eso, mi problema es que me preocupa que cada muerte nos relaje y creamos que todo invierno ya pasó.
Y al abrigo de esas seguridades no veamos la helada.
O peor aun, dejemos de hacer nuestra fervorosa parte para construir un mundo sin dictadores esquimales.