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La vista fija en la pendiente rocosa y el viento jugando a revolver sus cabellos.
Frente a sus ojos la ciudad se esparcía como un lienzo al pie de las sierras.
“Podríamos vivir acá, ¿no?” dijo Gabriel sin quitar la magia del horizonte.
En la agreste altura el Otro Gabriel soltó un suspiro, y esa fue toda la respuesta.
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La paz de aquel lugar huyó despavorida. Una mezcla de euforia y hechicería se adueñó de la ciudad con la fuerza de una avalancha.
Las masas formaban manada.
Cientos, miles de almas marchaban en ordinario malón. La ciudad temblaba a cada paso.
Miradas recias. Voces extravagantes.
Vecinos presurosos de guarida cerraban sus ventanas y puertas al paso del peligro.
Otros, más valientes, se animaban a observar de cerca el desfile de aquellos reos de la vida.
Grupo a grupo, malón a malón, manada a manada; esos animales se aglomeraron hasta marchar en un tumulto infinito.
Y eso aun no era nada.
Luego empezó el arcano rito.
Como brotes espurios surgieron los estandartes.
Guerreros de etiqueta negra se alzaron una y otra vez en el ondeo de sus paños.
Mensajes indescifrables para los pobladores del lugar.
Mensajes oscuros. Violentos. Misteriosos.
Banderas que evocaban la letra de quimeras y batallas que nunca acaban de perecer.
Letras de rebeldía incapaces de dormir al frío de las heridas.
La legión se abría paso enmudeciendo las piedras que formaban los caminos.
Y temblaba todo alrededor.
Y latía como un engendro piel adentro.
Y eso aun no era nada.
Súbitamente surgieron entonaciones desparejas, díscolas y aguerridas.
La procesión acompañaba su marcha con grotesca melodía.
Esa cadencia era alegoría del conjuro mismo.
Y se esparcía y multiplicaba en mil matices como una bruma.
Los pobladores osados fueron disminuyendo hasta que no quedo más que la infinidad de ásperos forasteros en macabro movimiento.
En lenta pero alborotada letanía hereje se dirigió la multitud de negados hacía las afueras del pueblo. Lejos del caserío se concentró el corazón mismo de la rebeldía.
El punto de concurrencia se sacudía como las manos de Caín.
Una falsa sensación quiso nacer: Nada había pasado.
La ciudad se despojó del levantamiento, pero antes de respirar aliviada, sintió a aquella aglomeración como el mismo abrazo de Phobos y Deimos.
Y la sensación era más cercana a la expectativa de lo terrible que al reposo.
Y eso aun no era nada.
Aquella reunión mística no supo quedarse en paz.
La turba redobló sus alocuciones.
Las banderas encendieron sus arengas.
El fuego se hizo presente.
Y luego humo y fuego.
Y luego temblor y fuego.
Solo era la espera…
… y luego, lo mejor.
Las luces gritaron.
La noche se hizo más oscura.
Con un estruendo sordo los lienzos se alumbraron en blanco, negro y rojo.
Un perfume voraz envolvió al monumental malón.
Y el último candado roto de la Caja de Pandora se soltó cuando el Cacique se corporizó en medio de la inmensa tribu convocada.
Los pájaros de la noche se volvieron ángeles negros.
El campo se cubrió con la ceremonia ancestral.
Y los ciegos bailaron con los sordos.
Presos de su ilusión bailaron.
Solo por bailar.
Bailar, bailar.
Bailar por las venas y bailar por la soledad.
El Cacique era más que un hombre.
Era muchos hombres. Era fuerza y clamor.
Era lamento mismo de varias vidas que no pudieron matarlo.
En tierra de espectros el bicho más feo se alzó rey.
Como una enfermedad bondadosa se entonaron himnos de amargura y de amor.
Las cadenas ya arrancadas volvieron a desgarrarse entre los prisioneros de un rincón donde no es imposible el regreso a ningún Oktubre.
Un lugar dónde se disculpa los actos de hampón…
…y el sudor vuelve terreno sagrado al campo de batalla.
Esa reunión siniestra que hace mirar a los ancianos con desconfianza y a las madres abrazar a sus retoños…
Ese concilio de negados que sacude el tapiz mismo de la civilización con cantos tribales y arengas salvajes…
Ese séquito de peregrinos que se celebra ante las inocencias y los tesoros invisibles.
Y el Cacique sabe responder y transforma en fiesta al clamor.
Una mariposa que flota como la melodía de su propio país durante un esplendor sin final.
Y nadie sabe lo que es estar vivo hasta sobrevivir a dejarse ganar.
Y es encantador el poder sentirse así…
El veneno se consume. Como si el Séptimo Cielo no fuera más que el sueño de una mala noche de martinis y Tafiroles.
El conjuro pasa del cuerpo al alma y todo se disipa.
El deseo se cumplió.
La mañana barre las últimas escorias de la noche.
La ciudad busca recuperar su ritmo.
Pero algo extraño queda en el viento.
Y los vecinos dudan y se estremecen.
Y las madres se preocupan al ver un brillo distinto en las flores.
Y los ancianos bajan la mirada de los espejos, asustados de verse así.
Resulta que uno siempre es principiante de la vida, y de vez en cuando esa suerte no falla.
Aun las piedras que resbalan por las sierras suenan como un Rock.
En la ciudad quedó la marca de los labios de la revolución.
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“El que abandona no tiene premio” dice Gabriel.
“El que abandona no tiene premio” repite el Otro Gabriel.
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Y nadie puede olvidar lo que importa más
(Mirá a Los redondos…)
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