martes, 24 de diciembre de 2019

Penas de colores



Obra: "La partida" de Luis Felipe Noé.


Y esta noche despreciable y hermosa, Juanito me contó de su tristeza inmensurable. Me habló de su hambre y de su casa de chapa coloreada con pintura vieja. Me dijo de su familia enorme pero de a pedacitos y del calor nauseabundo de esperanzas que trae el viento del río De La Plata.

No me acuerdo la primera vez que escuché hablar de Juanito. Sé que fue hace tiempo y ni me pregunté quién era. Tamp
oco me acuerdo cuando fue que me di cuenta que su padre era conocido sin ser su padre. Y que Juanito, en su pobreza, no debía saber que tenía ese otro padre del que hablan algunos marcos. Sí me acuerdo la primera vez que Juanito me sonrió. Era una tarde y yo ya era grande y llevaba días sin afeitarme. Juanito seguía siendo ese niño de ojos negros que nunca mira de frente a quien lo visita. Así de cordial es que uno olvida hasta la basura del paisaje. Una mujer que inventó esa tarde me llevó a conocerlo. Me envolvió de aromas de victorias posibles y cariños esquivos, y me engañó con verdades amables tan bonitas que hasta creí en el arte de una forma tal que Flaubert se hubiera sonrojado. Por un tiempo todo fue esa mujer. Por esa mujer hubo un tiempo que era arte. Y yo fui verdadero y de a colores.

Desde esa vez no he vuelto a visitar a Juanito, pero tampoco perdimos contacto. Lo llamé una vez al pasar semidormido por una avenida y ver desde el colectivo un dibujo en una pared. Ahí lo recordé en esa vaga silueta pintada y recordé también que ese mismo bondi se hacía esperar una eternidad cuando me llevaba a besarla a ella. Le dejé un mensaje otra vez que me pregunté por los dolorosos olvidos cuando, firme y estoico, no me permití preguntar por ella para no lastimar la distancia que pretendo como cristal quebrado. Esa vez escribí un mensaje a Juanito como una nota en mi teléfono móvil; como si pudiera olvidarme, como si necesitara no olvidarme. Y hoy hay una hoja borroneada y un sabor que no se decide entre almizcle, malta y jazmín cuando le cuento a ese chico de ojos negros de algunas soledades y de cómo sabía abrazarme con esa mujer; como sabía abrazarme yo en esa mujer; cuantos borrones tengo. Y miro la noche cálida y festiva y es hermosa y despreciable. Y hablo de ella y hablo y hablo y estoy hablando solo. Y ya ni veo la basura que hace el paisaje de mis entrañas. Y respiro fuerte pero ni el río De La Plata me invita a un horizonte que pueda ser otra cosa, al menos allá, donde se corta el cielo con el agua y la esperanza. Y me pregunto por algunos colores, y me pregunto si me acuerdo cuáles son o solo busco que sean para saber que existió una vez donde los hubo.

Me doy una ducha porque algo apesta. Mientras me seco veo que el tipo del otro lado del espejo está algo más grande, y lleva unos días sin afeitarse. Lo conozco. No es tan cordial ni mucho menos amable. Me mira y con una mueca de bronca me dice ¿te acordás qué vestido llevaba ella aquella tarde?
No le contesto una mierda.
Mi tristeza se llama Juanito Laguna y no piensa irse en esta noche despreciable. Porque le da pena mi soledad.
Y porque claro que me acuerdo del vestido.

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