lunes, 30 de marzo de 2020

Tinta roja


Cada vez le duele más pensar en dibujarla en su historia.
Nada puede hacer.
Se muere un poco todos los días deseando algunos trazos.
Nada puede hacer.
Él intentó su hoja en blanco entre su carpeta de dibujos dañados y viejos.
Nada puede hacer.
O sí.
Aunque entonces sería más el dolor que él mismo.

martes, 24 de marzo de 2020

La memoria y los números.

Un 24 de marzo, en una mañana apenas fresca en el patio de una escuela, con cientos de somnolientos alumnos y una bandera celeste y blanca recién izada; me puse  a decir...


La memoria tiene un tema con los números. Y fechas como esta, donde remarcamos que la memoria debe mantenerse siempre viva y atenta, me hacen pensar.


Pienso en números, y en el ejercicio caprichoso que a veces suponen. Por ejemplo, pienso que escuché por ahí una verdad cronológica: todos los alumnos que hoy están en un patio de escuela secundaria ya tenían, años más, años menos, más de dos décadas de democracia recorrida al momento de nacer. Escuché también que a esos chicos y chicas no les interesa esa herida del pasado. Si eso fuera así… si permitimos que el pasado sea olvido, las fechas y los años serán solo números. Pero no. Esa herida de la historia argentina es parte de la historia de cada uno de nosotros. De todos. Porque la historia es parte de la identidad de los que se han ido, de los que estamos y de los que vendrán. Porque la identidad es como la raíz de un árbol: necesita ser fuerte para crecer y alcanzar las alturas. La memoria viene entonces a nutrir esa raíz que es de todos nosotros. Así, lejos de los individualismos, nuestra historia se afianza desde una construcción de memoria colectiva, compartida, y necesaria.


Pienso, entonces, en números. Pienso en un 24 donde todo se puso más oscuro. Donde todo lo que aprendimos en la escuela sobre gobierno, ley y democracia, recibió el golpe más duro. ¿Qué es el 24 si deja de ser un número? Es un rojo en el calendario de marzo para no dejar dormirse a la memoria. Para siempre buscar la verdad y la justicia. Se sabe ya que los pueblos que olvidan tienden a repetir sus errores. Nosotros acá decidimos no ser de esos.


Sigo pensando en números, y en esa cifra: 30.000. Se estiman 30.000 desaparecidos durante la última dictadura militar. Ese número tan impreciso… porque lamentablemente es solo una estimación, ya que solo se cuenta con los muertos que figuran en los archivos que se han podido recuperar y los restos óseos encontrados en los campos de detención clandestinos. Ni siquiera las denuncias efectuadas por las familias dan un número cerrado. Entonces, la reconstrucción tiene que sobreponerse a fantasmas como registros de fusilamientos destruidos, cadáveres nunca encontrados, la falta de organismos frente a quienes hacer las denuncias, y el miedo, las amenazas o las terribles consecuencias para quienes de todas formas las hacían. 30.000 es una estimación. Pero el verdadero número, sea mayor o menor, solo lo conocen los asesinos. Pero podemos ver más allá del número que al fin y al cabo, es un símbolo de lo terrible más que un registro de cantidades. Hagan este ejercicio: miren a su alrededor, vean a sus compañeros de curso. Vean a los compañeros de los otros cursos. A los más chicos y a los más grandes. Vean también a los docentes. Vean todos los que somos. ¿Ya lo hicieron? Bien, ahora sepan que tendríamos que contar unos 9 patios así para acercarnos apenas al 1000... y pensar que basta que el que falte sea mi compañero de banco para que se me estruje el alma, ¿no? Qué bueno que es solo fantasía, porque a todos nos gustan los patios bien llenitos de gente. Patios como este, sin miedos, con jóvenes llenos de posibilidades y futuro.


Supongo que lo que me ocurre es que me es muy difícil hablar solo de números y poder pensar a la vez en las personas. Y hablo de pensar en serio en las personas. Si digo… no sé, “veinte” no digo Luis, Ángel, Beatriz, Silvia o Rodolfo. Si digo “cien” no digo que Luis vivía en La Plata. Tampoco cuento que Ángel fabricaba muñequitos con alambre y madera. No les cuento que Beatriz era maestra. Mucho menos digo que Silvia tuvo un hijo que nunca vio crecer. O lo terrible que sería olvidarme que Rodolfo, el enorme Rodolfo, escribió una última carta llena de valor y dignidad.

Por todo esto es que fechas como esta los números son tan importantes. Porque son mucho más que cifras. 

Resultado de imagen para 24 de marzo de 1976

martes, 3 de marzo de 2020

Sed



Entre penumbras una mujer agitada se encontraba tendida a su lado. Apenas se percató del movimiento del colchón cuando se sentó en su orilla. Pensó en la música. Sonaba rock y no pensó en el rock. Tampoco en el reconocido artista que sacudía los parlantes. Ni siquiera en la canción, en esa canción tan específica que tantas veces había cantado para adentro y para afuera. Pensó en el rock, pero no como concepto, no como signo de rebeldía, no como elemento vivo del arte. Pensó en el rock porque se dio cuenta que estaba pensando en el rock y su sentido en ese momento. El rock, ese rock, era una distracción. Hundiendo el extremo del colchón con su peso, pensaba en el rock y pensaba en por qué pensaba en el rock y no en la mujer desnuda que aún buscaba serenar la respiración en el desorden de su cama. Pensó en esa canción cuando pensó que podía ser cualquier otra la canción, porque si él pensaba en la canción también podía ser cualquier otra la mujer. ¿Qué estoy haciendo?, se preguntó y miró sus manos como si acabara de cometer el peor de los crímenes. Fue un gesto reflejo, lo cierto es que en esa penumbra no se distinguían sus manos. Toda la luz alcanzaba apenas a estar jugando entre los restos de sudor compartido que dormían en el pecho de la mujer imprecisa. Así, sus manos no llegaban ni a contornos. Pero él podía verlas igual. De la misma forma que después de una pesadilla se revisa a un niño para ver si está bien, él veía sus manos. Su sola existencia es parte de uno y ya con tenerlas las vemos de tanto conocerlas, de tan nuestras. La canción acabó y los espacios de silencio fueron escape y callejón. Se dio cuenta que ya no pensaba en la canción. Ahora eran sus manos. Cayó en cuenta que debía regalar una caricia, un gesto de presencia antes que ella empiece a pensar y decida hablarle. Se preguntó si era una especie de culpa lo que lo hacía pensar en sus manos, y pensó que si pensaba en sus manos tampoco había esa mujer ni ninguna otra. Se apuró decidiendo que no sentía culpa pero que debía ganarle a la próxima canción. Demonios, ahí estaba otra vez pensando en la música. Sonaron las primeras notas y él ya recorría los enmarañados cabellos de esa mujer para poder definirla entre otras mujeres. Luego rozó su frente y sus mejillas. Al pintar con sus yemas el borde de los labios, ella casi quiso gemir. Eso le daba sed de agua y ganas. Acunaba en sus manos tal placer que al hacer un cuenco de sus palmas se podía beber de a retorcijones de gozo. Se encontró lejos cuando ella lo abrazó. No pudo volver ni siquiera cuando devolvió el abrazo. Y se dio cuenta, y se preguntó el mismo ¿Qué estoy haciendo? La siguiente canción ya no pudo ser nunca más tan buena como la anterior.