martes, 3 de marzo de 2020

Sed



Entre penumbras una mujer agitada se encontraba tendida a su lado. Apenas se percató del movimiento del colchón cuando se sentó en su orilla. Pensó en la música. Sonaba rock y no pensó en el rock. Tampoco en el reconocido artista que sacudía los parlantes. Ni siquiera en la canción, en esa canción tan específica que tantas veces había cantado para adentro y para afuera. Pensó en el rock, pero no como concepto, no como signo de rebeldía, no como elemento vivo del arte. Pensó en el rock porque se dio cuenta que estaba pensando en el rock y su sentido en ese momento. El rock, ese rock, era una distracción. Hundiendo el extremo del colchón con su peso, pensaba en el rock y pensaba en por qué pensaba en el rock y no en la mujer desnuda que aún buscaba serenar la respiración en el desorden de su cama. Pensó en esa canción cuando pensó que podía ser cualquier otra la canción, porque si él pensaba en la canción también podía ser cualquier otra la mujer. ¿Qué estoy haciendo?, se preguntó y miró sus manos como si acabara de cometer el peor de los crímenes. Fue un gesto reflejo, lo cierto es que en esa penumbra no se distinguían sus manos. Toda la luz alcanzaba apenas a estar jugando entre los restos de sudor compartido que dormían en el pecho de la mujer imprecisa. Así, sus manos no llegaban ni a contornos. Pero él podía verlas igual. De la misma forma que después de una pesadilla se revisa a un niño para ver si está bien, él veía sus manos. Su sola existencia es parte de uno y ya con tenerlas las vemos de tanto conocerlas, de tan nuestras. La canción acabó y los espacios de silencio fueron escape y callejón. Se dio cuenta que ya no pensaba en la canción. Ahora eran sus manos. Cayó en cuenta que debía regalar una caricia, un gesto de presencia antes que ella empiece a pensar y decida hablarle. Se preguntó si era una especie de culpa lo que lo hacía pensar en sus manos, y pensó que si pensaba en sus manos tampoco había esa mujer ni ninguna otra. Se apuró decidiendo que no sentía culpa pero que debía ganarle a la próxima canción. Demonios, ahí estaba otra vez pensando en la música. Sonaron las primeras notas y él ya recorría los enmarañados cabellos de esa mujer para poder definirla entre otras mujeres. Luego rozó su frente y sus mejillas. Al pintar con sus yemas el borde de los labios, ella casi quiso gemir. Eso le daba sed de agua y ganas. Acunaba en sus manos tal placer que al hacer un cuenco de sus palmas se podía beber de a retorcijones de gozo. Se encontró lejos cuando ella lo abrazó. No pudo volver ni siquiera cuando devolvió el abrazo. Y se dio cuenta, y se preguntó el mismo ¿Qué estoy haciendo? La siguiente canción ya no pudo ser nunca más tan buena como la anterior.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Que tristeza

Anónimo dijo...

Hombres y mujeres como objeto de uso.
Después de tanto rebosar, nada te sacia.

José A. García dijo...

De una manera u otra, todo se acaba.

Suerte,

J.