viernes, 20 de marzo de 2009

Momentos emotivos con mi compañera de oficina 18

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Nat, la mujer que hace la limpieza en la oficina, intentaba pasar la aspiradora bajo el escritorio de Yoh, y ella no se movía, absorta en su trance de Facebook…



Nat (después de muchos intentos de llamar la atención de Yoh): Disculpame… (le toca el hombro despacito) … Yohy… ¿Te podés correr un cachito así limpio…?

Yoh (cayendo en cuenta que bien podría haber transcurrido un siglo desde que la mujer comenzó a pedirle lugar): Aaaayyy, Nat, no te escuché… vos tenés que insistir con más fuerza… ¡Decime que me mueva!, ¡Gritame: “Yohana, movete”!!, así con violencia decime que no te escucho sino.

Nat (con gesto maternal): Noooo, Yohy, yo no tengo esas formas, yo trato bien a la gente…

Yo: Nononono, no sirve Nat. Está comprobado: Acá todos la tratamos para el carajo a Yoh, y funciona mucho mejor así.



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Yoh (que siempre anda en zapatillas de lona) empieza a desfilar mostrando sus zapatos con taco alto…



Yoh: ¿Viste mi altura?

Yo: No, nunca...




Yoh: ...



Yo: ...de hecho me parecés un ser humano de lo más bajo…

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Le mando un archivo de mi PC a la de Yoh a través de la red para que me lo imprima…




Yo: Che, ¿Me imprimís un documento de Word que te mandé a tu PC?

Yoh (empieza a recorrer la pantalla con el mismo esmero que un relojero en el limbo): No lo encuentro…. Acá no hay nada…

Yo (intrigado, me acerco a su escritorio):

Yoh: ¿…?


Yo: Un archivo de WORD…¡¡¡Y vos tenés abierto el EXCEL, infeliz!!!


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Y sí...



Pero el Facebook lo maneja re bien...





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lunes, 16 de marzo de 2009

Antes hacía listas con la gente que me caía mal….

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… pero era un gasto excesivo de papel.


Ahora le tiro a todo lo que se mueve y listo...
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lunes, 9 de marzo de 2009

El camino de la sabiduría...

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...es de libertad y condena en cada paso.



La ignorancia, en cambio, solo es una de ellas.



Aunque a veces cree ser libertad…

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"No sé si la instrucción puede salvarnos, pero no sé de nada mejor."
J.L. Borges
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miércoles, 4 de marzo de 2009

Las cosas del camino

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"Es que yo soy, ese que soy, el mismo nomás,
hombre que va buscándose en la eternidad"
Fuego de Animaná,
de Armando Tejada Gomez y Cesar Isella
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En un lugar así, caminaba un caminante. En un lugar así, muy parecido a éste, con sierras tras de sierras, tras de más sierras, caminaba un caminante. Un lugar así, con el sol tiñendo las rocas y dejando la hierba dura crecer al calor. Un lugar así dónde el horizonte se esconde detrás de la silueta montañosa, y se escurre entre los valles que se adivinan. En un lugar así caminaba un caminante.

Caminaba ligero y de buen humor el caminante. Sendero a sendero, paso a paso. Caminaba durante horas. Caminaba durante espacios.
Caminaba.

Al borde del camino, otro hombre avanzaba. A paso cansino, a trancos sufridos avanzaba aquel hombre.
Y avanzaba el sol del mediodía y avanzaba esa nube caliente que ronda el suelo de las sierras en verano.
Y avanzaba el caminante, hacia el borde del camino.

Con sudor ardiéndole en los ojos, el hombre vomitaba su respiración. Y con triste esfuerzo saludó al caminante: “No es hora para andar, amigo”.

El caminante sonrió. “El calor es terrible, pero no son horas para detenerse tampoco”.

El hombre devolvió la sonrisa casi molesto en su fatiga. Miró por sobre el hombro del caminante y preguntó: ¿Falta mucho andar para llegar al pueblo? Viene desde el norte, ¿verdad?
El caminante apenas volvió la vista atrás, como quién siempre está seguro del camino que ya ha recorrido. “Sí, eso creo, el norte, tal vez”. Y su respuesta fue vaga, pero no fue la conciencia de lo impreciso sino la necesidad del otro hombre lo que lo llevó a continuar, “El pueblo está a poco más de dos horas de aquí, es un camino dulce por el sendero”, y señaló la huella pedregosa que serpenteaba desde sus pies hasta las espaldas de la tierra.

Dos horas…”, dijo el hombre mientras se secaba algo de sudor con un sucio pañuelo, … solo quiero llegar… al menos ya falta poco… y cuando una exhalación de aire caliente parecía el punto final agregó … falta… menos…”.

El caminante se acomodó su sombrero, corriendo las gotas cristalinas de su propio andar que nacían en sus cabellos. Su mirada se perdía tras las espaldas del hombre cansado.

No hay nada allá”, le dijo entonces el hombre, cortando el silencio.

Un nuevo silencio nació.

Créame, no hay nada. Vengo maldiciendo el viaje hace días. No hay nada.”

El caminante miró con compasión al hombre. Observó su gesto huraño, su espalda mojada, su piel gastada. Sintió el aliento agotado, no tanto por la debilidad como por el desprecio del andar. Sintió el arrebato del equilibrio, pero no supo si era el hombre que tenía frente a él o su propio ser. O el juego entre ambos. “Debe haber, cuanto menos, una hermosa vista”.

El hombre pareció recuperar fuerzas cuando contestó como quién sufre un desaire: “No hay nada, de nada, de nada. Pasando la próxima colina solo encontrará sus pasos asándose al sol, un sol endemoniado que quema más en las sienes que en las piernas. Dos días de marcha y nada. NADA

¿Tan mal así es la cosa? preguntó el caminante, pero en lo más profundo de su parte inconsciente sabía que solo animaba a desahogarse aun más al hombre cansado.

Todo es malo en ese lugar olvidado por Dios. Todo es más áspero, más caliente, más seco. Más doloroso. Caminará bajo el sol, y cuando las fuerzas empiecen a agotarse no podrá descansar. No existe árbol alguno que regale sombra donde recuperarse. El camino lastima los pies con miles de piedras que son demasiado grandes para caminarlas con apuro, y demasiado pequeñas para sentarse sobre ellas. El aire hierve y raspa la garganta. Tan solo un pequeño arroyo se escurre entre unas grietas y apenas alcanza para llenar la hendidura de la palma de las manos. ¡Si al menos hubiera tenido un recipiente para almacenarla!

Tampoco llevo donde cargar agua… voy muy ligero. En este lugar, con el camino y la temperatura, habría que traer una mula para acarrear lo que sea que…

¡Un maldito burro!” interrumpió exaltado el hombre, ¡Parece una ironía del infierno, pero a mitad del camino hay un burro marchito que se muere allí solo para que uno agonice en su esperanza al verlo!

Otra vez silencio, pero no era nuevo. Era un silencio viejo que estaba de vuelta.

¿Aun piensa seguir el camino? preguntó casi fastidiado el hombre cansado.

Sí, le agradezco sus advertencias, las tendré en cuenta

Se despidieron. Realmente no lo hicieron, solo se cruzaron en silencio.
Se despidieron, entonces, sin palabras.

El hombre arrastró sus últimos ímpetus hasta el pueblo cercano.
El caminante siguió caminando, porque así son los caminantes, ya se sabe. Eso son.


Varios días pasaron.
Varios silencios.
Más de un camino andado.

Una noche no muy lejana el hombre bebía en una taberna de aquel pueblo que tanto había anhelado. Se encontraba alegre, no solo por el vino, sino realmente alegre. Reía a viva voz con algunos hombres. Brindaba por algunas mujeres. Contaba anécdotas y exageraciones entre barriles, velas y algo de música.

De repente, al tiempo que buscaba algunas monedas de plata para continuar la juerga, reconoció al caminante en una mesa entre penumbras. Se levantó torpe pero apresurado, como quien pretende atrapar la llave de un delirio. A pasos poco elegantes atravesó el salón hasta casi atropellarse en la mesa donde el caminante y una joven azabache jugaban con una baraja.

Da gusto verlo de mejor semblante, mi amigo” escuchó el hombre a modo de recibimiento.
Ahora sí el silencio fue nuevo. Pero no fue solo del hombre que buscaba palabras. La taberna entera enmudeció. Cosas más raras han pasado.

El caminante lo invitó a sentarse con gesto simple y sonrisa de amigos.
El hombre bebió un sorbo más del jarro que sostenía en su mano derecha. Tomo aire de vicios, y se limpió excesos de espuma y vino de su barba con la manga del brazo izquierdo. “Cualquier alma brinda después de aquel martirio”, dijo al fin en tono casi solemne.

Brindemos entonces… dijo el caminante elevando su propio vaso.
Por las tabernas que nos esperan al final del camino” dijo el hombre mirando fijo, casi clavando los ojos y las palabras.
Por las… cosas del camino” dijo el caminante, más convencido que reparando en los sonidos.

Es raro, como las palabras entre extraños pueden ponerse tensas aun en un brindis.
Se transforman los silencios en brumas de metal que pesan sobre el aire y el humo. Cambian en espectadores los extraños, quedan a la espera del crujido de las oraciones. Y los apenas conocidos a veces se miden, a veces se buscan, a veces se esperan.

Permítame invitarle otra copa, amigo… dijo el caminante.
Sí, seguro…
… y prestarle mi huella”.
El hombre que se deslizaba hacia una silla al lado de la del caminante, se dejó caer bruscamente, como si la conclusión de la frase lo golpeara.

Después de nuestro encuentro…” comenzó el caminante mientras la muchacha apoyaba un dos de bastos sobre la mesa, en el espacio entre ambos, “… seguí camino, y, ciertamente, todo lo que usted me advirtió era verdad”.
El hombre no dijo nada. Ni siquiera bebió un sorbo. Apenas pestañeó.
El caminante recostó un tres de copas cubriendo apenas la carta de la muchacha, “El sol no es piadoso en esos caminos, pero a la vez ilumina la belleza que se escurre bajo mi andar y corre hasta donde llegan mis ojos” y detuvo su mirada en la dulzura de la mujer frente a él. “El paso es lento entre las piedras, pero no me apura la llegada, el camino es parte del viaje, y, en mi caso en particular, lo era todo”.

El caminante observó las dos cartas en su mano y eligió una sota para que acompañe al tres anterior. Que fuera una sota de espadas poco importaba. “A las horas de andar…” prosiguió, “...busqué un respiro para mis piernas. Junté algunas piedras, elegí aquellas que fueran más generosas por sus formas suaves, y las puse una sobre otra hasta lograr un pequeño banco. Es maravilloso como se renuevan las acuarelas del entorno cuando son miradas con tiempo y reposo. Mientras preparaba mi cuerpo para retomar el viaje y secaba un poco el sudor de mi frente, la sierra comenzó a cantarme. Juro que su voz sonaba a zamba o a bolero. Cantó con el sutil viento que le quitó peso a la tarde por unos instantes. Cantó con el golpe del granito a mis pies. Cantó con arrullo de agua…”.

¿El arroyo?” preguntó el hombre. Preguntó más que por necesidad de información. Preguntó como quién quiere saber como sigue una historia.

Sí, el arroyo. Ese pequeño suspiro de agua que apenas mojaba unas rocas en un pequeño peñón, y se perdía en el mineral antes de tocar el suelo
La morocha azabache jugó su carta: Un rey. “El rey”, le murmuró desafiante. El juego de cartas parecía un mundo paralelo. Y el Rey, sobre esa mesa, aun le gana a la sota.
El caminante contempló esos ojos que lo buscaban frente a él. Esos ojos que lo mantuvieron preso fuera del tiempo. Hasta que la voz femenina no soltó su arenga de ataque entre las barajas, el caminante no volvió a reparar en la cantidad de oídos que lo rodeaban en el silencio. Un silencio como un viejo conocido. “Truco” dijo ella.

El caminante espío su carta como si nunca la hubiera visto, como si hubiera jugado a ciegas. Otro tres, un tres de bastos. Un buena carta, pero…
Junté mis manos bajo el hilo de agua, hasta llenarlas. Deseaba beber. La sed me golpeaba desde hacía unas horas, pero no había concebido su fuerza hasta que toqué el arroyo: Parecía morir si no bebía en ese mismo instante. Sin embargo mis ganas se sostenían mientras el hueco de mis palmas se colmaba. Ya rebalsando de contenido levanté la vista al cielo… son raros los momentos en los que uno es agradecido. El agua, tan simple, tan gratificante. Como una imagen que usurpa el rabillo del ojo, vi al burro que resoplaba al lado del camino, a pocos metros de mí. Lo vi tan grande y tan débil. Tan viejo e indefenso….

La taberna se movió sutilmente como un gran organismo. Una mujer enorme se angustió por un animal que nuca acarició. Un anciano padeció un poco, porque un poco su vida también se sentía así. Seis o siete personas bebieron, porque el relato les dio urgencia de saberse favorecidos y cómodos.

El caminante miró fijo al hombre y casi como pidiendo permiso continuó: “Se ve que el cielo me escuchó y decidió por mi alma más que por mi sed… Descendí con cuidado la pequeña elevación… Descendí con mis manos juntas, buscando mantener cautivo al líquido… Descendí y avancé como empujado por la tarde. Y los guijarros no entorpecieron mis pies en el recorrido hasta el burro. Nos hicimos hermanos mucho antes de que mis manos húmedas convidaran a su boca

La mujer enorme sonrió. El anciano se dejó lagrimear, y se sintió mejor.

El caminante abandonó la visión de asombro del hombre y reposó en los ojos de la mujer. Observó esos ojos grandes y brillantes que apenas se elevaban sobre el reverso de una carta. Una carta que asomaba de los dedos femeninos esperando descubrirse.

¿Truco dijiste?”, aceptó el desafío de la dama el caminante. “No, no quiero… no voy a darte el gusto”, y perdió la mano dejando caer su propia carta. Un tres de bastos de espaldas es tan fuerte como un cuatro. Pero más doloroso.
Repetí el viaje una y otra vez, y una y otra vez más hasta que el burro sació su sed. Ya al borde de mi voluntad, le acaricié el lomo, y sus ojos ahora chispeantes me dieron gracias y permiso. Volví a subir y una y otra vez, y una y otra vez más, sacié mi propia sed”.

Antes de que el hombre sintiera que su débil brazo no podía sostener más la vasija con vino, la taberna escuchó como el caminante contaba sobre una noche fría que desalojó al impiadoso día. Palabras simples dieron cuento del abrigo de la piel, del calor que se dieron caminante y animal. Del canto a media voz que el caminante le dedicó a los sueños del animal. De la caricia brusca del burro, del celo con el que guardó el cuerpo del caminante del acecho de la oscuridad.

Lamento decepcionarlos…” dijo el caminante mirando las caras en derredor, “… y espero, entonces, no hacerlo, para la verdad es que el cuento desde el comienzo del nuevo día hasta la llegada a éste pueblo es muy simple. No hay mucho que agregar… solo un hombre y un burro que se acompañan y se llevan en un camino de regreso desde ningún lado en especial”.

Se juntan las historias. Se junta la baraja.
El alcohol se exalta y se apaga. La gente se reúne, festeja, brinda y se dispersa en busca de nuevos sueños. De algunos sueños.

El caminante y la mujer azabache se dejan encontrar por el amanecer durmiendo en un abrazo tierno sobre la hierba. El sol, ahora un amigo cordial, los saluda con el reflejo de sus brazos dorados. Reflejo que destella sobre el lago que se despierta ante los ojos de la pareja.

¿Qué aprendimos esta noche?” le dice el caminante a la mujer, al oído de las primeras luces del día. Y sonríe.

Las cosas del camino… lo que puede ser especial solo si se lo ve. Lo que no es hasta que no somos... Lo que hacemos con el camino es el camino” contesta la mujer de cabellos azabaches.
El caminante la besa en la frente. La besa en los labios. La besa. “Por más que quieras esconder tus cartas… se ve un siete de oros reflejado en tus ojos”.



Cerca, bien cerca, en la orilla del lago, un viejo burro bebe agua y espera nuevos caminos. Tan especial resulta que, cerca, bien cerca, no se interrumpe ningún silencio.



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