viernes, 25 de julio de 2008

Esta situación es insostenible





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Inaguantable.

O sea, al principio uno la sobrelleva, pero después comienza a pesar.

Con el paso de los días en un estado de necesidad que se va acrecentando el aire se empieza a viciar de carencia.

Uno sabe que no debe cundir desesperación alguna. A fin de cuentas, es ilógico que su ausencia sea determinante en nuestra vida.


Pero a muchos -muchos- nos pasa: Andamos como perdidos, faltos de inspiración, con arrebatos de pasión errantes que no logran golpear el alma y, extraviados en el camino al corazón, se acomodan en otras partes... no sé, en el intestino delgado tal vez...


Y si me pongo a pensarlo, no puedo.

No me importan, entonces, los silogismos.

Esta falacia es insostenible, por más falacia que sea.

Solo la certeza de su fin alienta el andar. Aunque parece una ceguera del paisaje la esperanza misma.


En fin, muchos sabrán entender, por sentires compartidos, por vivir una experiencia parecida.



Y los que no... bueno, sepan disculpar. De la misma manera que -tal vez por el estado de debilidad- yo no los juzgo por estar ajenos. Ni siquiera a las damas.

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¡¡ NECESITO FÚTBOL !!









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(sí, este blog parece a la deriva, pero es solo un paseo)
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(cualquier cosa el Libro de Quejas está a su disposición...)
(... y la lista de precios también....)
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miércoles, 23 de julio de 2008

Lo que está costando...

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... encontrar un poco de tiempo para publicar algo decente.










(jejej, "decente", je, claro, ¡Justo vos!)
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lunes, 14 de julio de 2008

Se enciende el día en tu corazón.

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La vista fija en la pendiente rocosa y el viento jugando a revolver sus cabellos.
Frente a sus ojos la ciudad se esparcía como un lienzo al pie de las sierras.

Podríamos vivir acá, ¿no?” dijo Gabriel sin quitar la magia del horizonte.
En la agreste altura el Otro Gabriel soltó un suspiro, y esa fue toda la respuesta.



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La paz de aquel lugar huyó despavorida. Una mezcla de euforia y hechicería se adueñó de la ciudad con la fuerza de una avalancha.

Las masas formaban manada.
Cientos, miles de almas marchaban en ordinario malón. La ciudad temblaba a cada paso.
Miradas recias. Voces extravagantes.

Vecinos presurosos de guarida cerraban sus ventanas y puertas al paso del peligro.
Otros, más valientes, se animaban a observar de cerca el desfile de aquellos reos de la vida.
Grupo a grupo, malón a malón, manada a manada; esos animales se aglomeraron hasta marchar en un tumulto infinito.



Y eso aun no era nada.



Luego empezó el arcano rito.



Como brotes espurios surgieron los estandartes.

Guerreros de etiqueta negra se alzaron una y otra vez en el ondeo de sus paños.
Mensajes indescifrables para los pobladores del lugar.
Mensajes oscuros. Violentos. Misteriosos.
Banderas que evocaban la letra de quimeras y batallas que nunca acaban de perecer.
Letras de rebeldía incapaces de dormir al frío de las heridas.


La legión se abría paso enmudeciendo las piedras que formaban los caminos.
Y temblaba todo alrededor.
Y latía como un engendro piel adentro.


Y eso aun no era nada.


Súbitamente surgieron entonaciones desparejas, díscolas y aguerridas.
La procesión acompañaba su marcha con grotesca melodía.
Esa cadencia era alegoría del conjuro mismo.
Y se esparcía y multiplicaba en mil matices como una bruma.


Los pobladores osados fueron disminuyendo hasta que no quedo más que la infinidad de ásperos forasteros en macabro movimiento.


En lenta pero alborotada letanía hereje se dirigió la multitud de negados hacía las afueras del pueblo. Lejos del caserío se concentró el corazón mismo de la rebeldía.
El punto de concurrencia se sacudía como las manos de Caín.


Una falsa sensación quiso nacer: Nada había pasado.

La ciudad se despojó del levantamiento, pero antes de respirar aliviada, sintió a aquella aglomeración como el mismo abrazo de Phobos y Deimos.
Y la sensación era más cercana a la expectativa de lo terrible que al reposo.


Y eso aun no era nada.


Aquella reunión mística no supo quedarse en paz.
La turba redobló sus alocuciones.
Las banderas encendieron sus arengas.
El fuego se hizo presente.

Y luego humo y fuego.
Y luego temblor y fuego.


Solo era la espera…

… y luego, lo mejor.


Las luces gritaron.
La noche se hizo más oscura.


Con un estruendo sordo los lienzos se alumbraron en blanco, negro y rojo.
Un perfume voraz envolvió al monumental malón.
Y el último candado roto de la Caja de Pandora se soltó cuando el Cacique se corporizó en medio de la inmensa tribu convocada.


Los pájaros de la noche se volvieron ángeles negros.
El campo se cubrió con la ceremonia ancestral.


Y los ciegos bailaron con los sordos.
Presos de su ilusión bailaron.
Solo por bailar.
Bailar, bailar.
Bailar por las venas y bailar por la soledad.


El Cacique era más que un hombre.
Era muchos hombres. Era fuerza y clamor.
Era lamento mismo de varias vidas que no pudieron matarlo.
En tierra de espectros el bicho más feo se alzó rey.


Como una enfermedad bondadosa se entonaron himnos de amargura y de amor.
Las cadenas ya arrancadas volvieron a desgarrarse entre los prisioneros de un rincón donde no es imposible el regreso a ningún Oktubre.

Un lugar dónde se disculpa los actos de hampón…
…y el sudor vuelve terreno sagrado al campo de batalla.



Esa reunión siniestra que hace mirar a los ancianos con desconfianza y a las madres abrazar a sus retoños…
Ese concilio de negados que sacude el tapiz mismo de la civilización con cantos tribales y arengas salvajes…
Ese séquito de peregrinos que se celebra ante las inocencias y los tesoros invisibles.

Y el Cacique sabe responder y transforma en fiesta al clamor.
Una mariposa que flota como la melodía de su propio país durante un esplendor sin final.
Y nadie sabe lo que es estar vivo hasta sobrevivir a dejarse ganar.
Y es encantador el poder sentirse así…



El veneno se consume. Como si el Séptimo Cielo no fuera más que el sueño de una mala noche de martinis y Tafiroles.


El conjuro pasa del cuerpo al alma y todo se disipa.
El deseo se cumplió.


La mañana barre las últimas escorias de la noche.

La ciudad busca recuperar su ritmo.

Pero algo extraño queda en el viento.

Y los vecinos dudan y se estremecen.
Y las madres se preocupan al ver un brillo distinto en las flores.
Y los ancianos bajan la mirada de los espejos, asustados de verse así.



Resulta que uno siempre es principiante de la vida, y de vez en cuando esa suerte no falla.


Aun las piedras que resbalan por las sierras suenan como un Rock.


En la ciudad quedó la marca de los labios de la revolución.

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El que abandona no tiene premio” dice Gabriel.
El que abandona no tiene premio” repite el Otro Gabriel.




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Y nadie puede olvidar lo que importa más

(Mirá a Los redondos…)





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martes, 1 de julio de 2008

Fuego de Otoño

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El llegó en su catramina al país de nunca jamás. Se perdió una, dos o seis veces en calles forasteras. Descubrió nuevos mundos que poco importaban al otro lado de la vía.

Ella esperaba con imagen serena en el encuentro de dos calles. Cuando él la vio no supo si era ella o era la espuma de su mismo deseo. Miró una, dos o seis veces hasta no tener más dudas: En esa esquina la magia llevaba zapatillas.

Buenas noches, señorita, un gusto conocerla al fin” dijo a un tiempo, con el saludo de las almas perdidas de la noche.

Ella sonrió y Laura se llamó en su sonrisa. Sin exhuberancias, pero ardiendo en su nombre.
Él… podría no haber tenido nombre, pero Oberón les gusta a las hadas.

Las miradas se cruzaron unos segundos. Luego ya era suficiente: se tomaron de la mano y se dieron a la fuga entre unicornios y dragones. La espina de cada uno sintió la huída de las miradas encantadas. Y ellos aun de pié en la esquina de la magia.

Buscaron un bar. A decir verdad, Laura lo condujo a un bar paseando en sus zapatillas. Oberón se dejó llevar como se llevan los ángeles desterrados.

Aquel antro era luminoso u oscuro, concurrido o solitario, moderno y olvidado por el tiempo. Un lugar que no supo ser más que circunstancia de un encuentro, y poco importaba cuando Laura revolvía su vaso de gaseosa; y el silencio entre palabra y palabra se guardaba en una cajita de algodón.

Las horas avanzaron sin prisa, y con algunas pausas de irrealidad.
En tres horas ocurrió todo un mundo:
En las palabras de Laura hasta el hombre de las cavernas hacía melodías.
En la mirada de Oberón se podía tomar por asalto a la esperanza.
Laura sabía reñir sin pelear, sabía odiar sin dolor. Y le dolían algunos colores cuando faltaban.
Oberón sabía de dolores y odios. Y peleaba consigo mismo cuando perdía al arco iris.

Entre la necesidad y lo inevitable, él estaba decidido a probar el beso del hechizo.
Laura lo debió esperar tres horas y todo un mundo. Y siempre serenamente.

Justo cuando el intervalo congeló el aire y empujó las ganas, Oberón se sintió besando. Porque lo cierto es que él no la beso. Fue ella. Aunque fue él quien se abalanzó sobre sus labios y la tomó en sus brazos. Aun cuando ella no se movió mucho más que en sus ganas y en su boca para darle la bienvenida.
Ella lo beso. Él se sintió besando.
Las miradas volvían ebrias de su juerga al momento de consumar las ganas.
Y las ganas eran todo.

La noche los envolvió, los sacudió, los agitó.
Oberón abrió el cielo oscuro y regaló el sol sin dañar la tela de la penumbra.
Laura abrigó la luna con un campo de muecas doradas.

Nadie escuchó, nadie los vio.
Su divagar era de pasión y fantasía, de sueños y calor.
Nadie escuchó, nadie los vio.
La noche fría apenas era tan fuerte y pequeña. Un tapiz de fulgor los escondía.

Los minutos se escurrieron hasta encontrarlos en el auto de Oberón. Ella sonreía tanto que su nombre se perdía y encontraba mil veces. Él solo sabía tomarla una y otra vez en sus ansias. El frió, la noche, el mundo, todo desapareció tras las ventanillas empañadas.
La agitación se hizo piel, y la piel se volvió elixir.
Cuando el gemido ahogó el grito de Laura, Oberón se dejó sucumbir.
Por unos instantes nada pasó, los cuerpos se dejaron sentir.
Por unos instantes el deseo tenía demandas propias.
Entonces un beso. Luego otro. Luego otro.
Y algunos más que no hablaban de volver, de seguir, de ser.
Sabían que el despertar es inevitable.
Aun ante el anhelo de eternidad de aquel sueño.


Entonces un beso más. Luego otro. Luego otro.
Y nada más.

Solo la despedida.
Justa, certera, necesaria, ineludible.

Las almas respiraban repletas de satisfacción.
Y en ese estado abrumador, mejor no perder un segundo.
Oberón y Laura entrelazaron una mirada más.
Nadie dijo “te quiero”. Nadie dijo “llamame”, “veámonos otra vez”. Ninguno de los dos gritó desesperado.
Los corazones ya eran tan frágiles como la escarcha y las palabras se encendían letra a letra.
Nadie dijo nada, entonces.

Cada cosa que él hace es mágica” suspiró, y tuvo que concentrarse para acertar la llave en la cerradura. Laura cruzó el umbral de su casa sin volver la vista atrás. No hay otra forma de volver de un sueño.

Oberón se detuvo unos segundos para verla entrar. Los vidrios ya no estaban empañados, pero eso solo fue un indicio vulgar. La somnolencia lo abofeteó, la sensación de un buen sueño lo despertó. “La magia llevaba zapatillas” suspiró antes de poner en movimiento el vehículo.

Nunca antes una catramina había escapado de un sueño.


Era otoño y el fuego sonó entre las hojas.



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