Soy una persona que tiene un problema que, quienes lo generan, muchas veces lo atribuyen a un exceso de literalidad.
"Llego y te escribo", "Termino y hablamos", "Nos vemos a las cuatro", "Te aviso si hacemos algo el finde", "Dame un toque que lo hago".
Mi problema es que creo en la palabra. Y que me importan las palabras. Y, al contrario, donde se acusa literalidad lo que realmente hay es un exceso de laxitud interpretativa.
Porque "un rato" puede ser quince minutos, puede ser dos horas; pero no son seis días o dos meses. Porque "a las cuatro" a veces se demora quince o veinte minutos, pero no son las siete. Porque es raro que el aviso para organizar tu "finde" llegue el lunes posterior. Porque si me decís que vas a hacer algo, intento creer que eso es así; y si no, sos vos el que tiene que contarme lo contrario.
Lo curioso es que la misma gente que suelta palabras sin demasiado compromiso porque "es una forma de decir" es la que protesta enseguida si le dieron helado de frutilla cuando pidió de cereza. "No es para tanto, sigue siendo de fruta... ¡y rosadito!", exclamaría el heladero.
La interpretación y enunciación es bellamente amplia y diversa. Pero eso no significa que "animal que ladra y mueve la cola" se pueda entender como "mesa"... ni que deba tener más peso el que entendió mesa que el que no puso la dedicación adecuada para elegir las palabras si me quería hablar de perros.
Mi problema son los dos: las palabras y la gente.
Pero por alguna razón me vengo llevando mejor con los libros.