“Compañeros, estoy aquí para llevarme el tesoro, y no me va a ganar hombre ni demonio”. El pirata John Silver vocifera, da órdenes, traiciona, y -sin embargo- nos resulta encantador. En el fondo, se porta bien como personaje, y deja que el joven Hawkins sea el protagonista de la historia la mayor parte del tiempo.
Leyendo “La isla del tesoro” sentí que me golpeó a las puertas de la memoria una esquiva niñez añorada. Películas como “Los Goonies” o “La joya del Nilo” me hacían sentir que el mundo nos tiene reservadas mil aventuras. Y la misma infancia nos hace siempre dignos de cada una de ellas sin ninguna duda. Este libro es así. Atrapó entre sus hojas mi atención y mi corazón, me hizo exclamar solito conmigo (bah, una de mis gatas lo escuchó) “Esto es una maravilla”.
Me debía este clásico de la literatura universal. Y leer a Robert Louis Stevenson es un disfrute grandioso. Alguna vez Borges, quien era bastante crítico de otros escritores, lo mencionó como su “maestro y amigo”. Yo me puedo parecer un poco a Borges en eso de hacer amigos a través de los libros. Muchas veces mi amistad se basó en la intrincada prosa de Borges, porque me parece bella, me desafía, me hace pensar, y me vuelve a parecer poesía, filosofía y ciencia como una misma cosa. Hoy, quiero invitar a todo el mundo a vivir aventuras con Stevenson, un amigo de la infancia que no sabía que tenía. Porque hace mucho tiempo que un libro no me hacía sentir que el mundo aún tiene aventuras esperándome. Y no quiero olvidarme que aún soy digno de merecerlas. Así que ya saben: si encuentran un mapa ajado y amarillento, con referencias hechas con dibujos simples y cruces, me avisan. No sea cosa que un pirata haya dejado un tesoro por ahí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario