Huella

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No hay palabras que describan el impacto.

La cama hecha un desastre y su cuerpo inmóvil sobre ella.

Enredado entre las sábanas. Al calor de la frazada.

Y silencio.
Silencio en toda la habitación.

Husmeando, un poco y otro poco despertándose de una siesta al sol de la terraza, el perro camina hacia el interior del cuarto.
Atraviesa el umbral de la puerta. Rodea la cama hasta llegar a la cabecera. Hasta la almohada que sabe acariciar la cabeza del hombre.

Pero nada. No está allí.
En tanto el abrazo de Morfeo abandona al hombre, el hombre abandona la cama. Al menos hoy.
Silencio en toda la habitación.

Aun somnoliento, el olfato canino puede ganarse a si mismo:
Hay algo sobre la cama.
Inmóvil. Enredado entre las sábanas. Al calor de la frazada.

Con sigilo y premura, el perro se levanta sobre sus patas traseras
Ahí lo ve: Un cuerpo tendido, estático, detenido. Y no es el hombre.

Acerca su hocico y entrecierra los ojos. Mueve un poco la ropa de cama para descubrir la silueta que allí se esconde.

No hay respuesta.

Insiste el perro su acometida contra las telas.
A medida que los segundos avanzan, se desvanece la moderación.
El frenesí que suscita en el perro ese cuerpo exánime toma el control a grandes rasgos.

Silencio en la habitación.
Solo interrumpido por el creciente zarandeo de las telas.

Se acabó. La misma ansiedad toma el lienzo blanco entre los dientes y tira de él.
Las sábanas descubren violentamente la silueta oculta.

No hay palabras que describan el impacto.

El gato abre sus ojos a media luz y vuelve a la vida.
Sus pupilas se acomodan rápidamente. Su cuerpo aun tambalea por la sacudida.

Dos o tres eternidades se pierden en menos de un segundo.
Así parece cuando ante el felino se encuentra el aliento que escapa de la mandíbula del perro. Parece un saludo criminal. Entre el éxtasis y la certeza.

Se observan, fijamente.
El perro preso de un temerario estado de excitación.
El gato lo sabe, pero apenas reacciona.

Pero apenas es más que nada; y hace el primer movimiento.

Se levanta pesadamente y se acerca zigzagueando hacia el can.
El tiempo se detiene a un instante de distancia del altercado de los cuerpos.

Un segundo después ya no hay impacto alguno.

El gato enciende su motor del alma y se refriega una y otra vez contra el hocico del perro.
El perro responde con caricias indecisas entre tiernas y toscas.

Es un rito que repiten una y otra vez desde hace años. Desde que el tiempo los sabía cachorros y la vida los hizo hermanos.

El hombre entra a la habitación con cuidado, no tanto por no romper el silencio; sino por no romper absolutamente nada.
Y sonríe mientras contiene sus ganas de entrar al juego.

Y, allá afuera, el mundo anda como anda porque no entiende nada de nada…

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(para mi Antonio Banderas y mi Bagheera que los amo)

(mi perro y mi gato, obvio)

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